¿Cuántas veces nos han dicho que los cuentos de hadas contienen más verdad y hechos reales que pura invención? Que fueron escritos así para esconder grandes secretos. ¿Podría ser esta una de esas historias?
Imaginemos por un momento…
Cuentan los últimos macuxíes (del norte del Amazonas), que incluso el año 1907 entraban por una caverna y andaban entre trece y quince días, incluso llegar al interior. Allí, “del otro lado del planeta”, viven los “hombres grandes”, que miden entre tres y 3,5 metros.
Son muy buenos pero hay que respetar sus indicaciones. La consigna de los macuxíes del lugar, era custodiar la entrada de la caverna, impidiendo el acceso a todo otro ser que no fuera alguno de los autorizados de la tribu.
Cuando el gran viento que recorría el enorme túnel empezaba a soplar hacia afuera, (poseía ritmos de cinco días hacia afuera y diferentes tanto hacia adentro) podían iniciar a descender las escaleras (de 82 cm. de altura cada escalón), y las escaleras terminaban al tercer día (contaban los días con el estómago y los períodos de sueño, lo que resulta sumamente exacto).
Allí dejaban también las antorchas (hechas con palos impregnados en brea de afloramientos petrolíferos cercanos) y continuaban iluminados por luces que simplemente estaban colocadas allí, grandes como una sandía y brillantes como una lámpara eléctrica. Cada vez caminaban más rápido, ya que llevaban menos peso y no sentían el peso corporal. Atravesaban cinco zonas muy bien delimitadas, en medio de enormes cavidades cuyo techo no se podía ver. En una de las salas había cuatro luces como soles, increíble mirarlas, pero seguramente no tan altas como el sol. En esa área crecían varios árboles con buenos frutos, como anacardos, nogales, mangos y plátanos, y plantas más pequeñas.
Según la descripción comparativa con ciertas áreas de la región macuxí, esa sala tendría unos diez kilómetros cuadrados de superficie transitable y vegetada, y diferentes sectores inaccesibles y muy peligrosos, con piedra hirviente, así como arroyos de mercurio (que los macuxíes conocieron en el presente siglo por su uso para amalgamar el polvo de oro, gracias a los garimpeiros que hoy contaminan con él las aguas amazónicas). Después de estas cinco grandes cavidades, en un lugar más allá de la mitad del camino, debían agarrarse de las paredes y con cuidado impulsarse porque “volaban” (es decir, estaban ingrávidos como un cosmonauta).
El viento que había comenzado a soplar hacia afuera no era un obstáculo al comenzar el descenso, pero si lo intentaban al revés, la violencia del remolino podía arrastrarlos al túnel abismal, y el cadáver, golpeado mil veces, no se detendría incluso después de un día de marcha, cueva adentro. Respetando este ciclo, iniciaban la marcha con viento en contra (que era a favor de su seguridad) y descendían tres días por escaleras; y después de dos días de marcha por un túnel angosto, ya sin escaleras, el viento volvía hacia adentro, por lo que cuidaban los pasos desde el día de la partida, para no dejar arena removida o guijarros sueltos que luego se estrellarían en sus espaldas. Incluso con viento a favor, ya en el séptimo u octavo día de marcha, llegaban a la zona “donde todo vuela”, es decir, al medio de la corteza del mundo (el medio de la masa, magnéticamente hablando, que no es el centro geométrico de la Tierra, sino cualquier punto en medio del espesor de la corteza).
En alguna ocasión el viento era muy fuerte, y en vez de agarrarse de las paredes para impulsarse, debían hacerlo para frenarse y no ser golpeados. Normalmente, la travesía sin gravedad duraba desde poco menos de un día hasta día y medio. Algunas veces debían aferrarse a las salientes rocosas o a hierros que habían sido clavados en la roca anteriormente, y esperar dos días a que amainara el viento.
Luego seguían el camino caracterizado por arroyos con aguas muy frías que atravesaban la caverna, y entraban en una especie de gran vacío, mayor que los anteriores, donde había unas cosas relucientes, de forma similar a los panales de abejas, de unos diez metros de circunferencia, situados sobre un vástago, como un tronco de árbol, a una altura imprecisable por la memoria de los últimos macuxíes que viven recordando aquello, incluso con cierto miedo a las represalias de “los hombres grandes”.
Los viajeros iban recobrando el peso, pero no llegaban a recobrarlo completamente, porque aparecían en “la tierra del otro lado”, donde todo es un poco más liviano, el sol es rojo y siempre es de día, sin noche, ni estrellas ni luna. Allí permanecían unos días, disfrutando de unas playas cercanas, volviéndose más jóvenes. (Lo que recuerda a Apolo, que iba al Olimpo a rejuvenecerse).
Los macuxíes conocían muy bien el Atlántico, pues estaban “afuera” a unos trescientos kilómetros de la costa, y no era este el mar. Los gigantes les daban unos peces muy buenos y grandes, cuya carne no se descomponía incluso dos o tres meses después de haber sido pescados. Con esa preciosa carga, manzanas más grandes que una cabeza y uvas del tamaño de un puño, además de mucha energía corporal, volvían acompañados de varios gigantes que les ayudaban con el enorme peso que traían. El viaje de vuelta se iniciaba con viento a favor, para volver a tenerlo a favor también en la última etapa, al subir los tres últimos días por las escaleras, cuyos últimos remanentes existen hoy en día.
La creencia o conocimiento de los macuxíes es que si respetan las pautas dadas por los gigantes, luego de morir aquí afuera, nacerán entre ellos, allá adentro. Cuentan que varios macuxíes no morían, sino que se transformaban (¿transfiguraban?) en casi-gigantes y se quedaban en el interior. Esto requería principalmente no tener hijos aquí afuera.
La tragedia para los macuxíes sucedió en 1907. Tres exploradores ingleses llegaron en nombre de su reina, buscando diamantes. La zona macuxí es incluso hoy en día un poco diamantífera, pero ya se ha explotado desde 1912 tan intensamente que casi no hay diamantes, siendo poco o nada rentable su búsqueda. Cuando llegaron los ingleses, había lo suficiente como para conformar a la reina y a muchos ambiciosos que se enriquecieron luego, explotando a los nativos, pero uno de aquellos “viajeros autorizados al Centro de la Tierra” cometió la terrible imprudencia de violar la consigna de incógnito, y señaló el sitio de entrada a los extranjeros.
Uno de ellos envió una carta a Su Majestad, repitiéndole una narración como esta, con varios detalles más. En las arenas de las playas interiores, abunda el diamante, al igual que en varios enormes bloques carboníferos de mineral de serpentina, de viejos calderos volcánicos, que hoy son, precisamente, esos túneles hacia el interior del planeta.
Los tres hombres salieron, o mejor dicho entraron, de expedición, pero no regresaron jamás. En vez de ello, salieron los gigantes, reprendieron a los macuxíes y les prohibieron para siempre el ingreso al interior. Luego de dos años de angustia y pobreza (esa zona, en esta superficie externa, poseía diamantes, sin valor por lo tanto para ellos, pero no mucha fruta ni demasiados peces), decidieron intentar un nuevo contacto con los gigantes, a pesar de la prohibición.
Viajaron esperanzados durante dos días, pero llegaron a un lugar del camino donde el viento venía de otra caverna que ellos no conocían. El camino original estaba derrumbado. Varios volvieron inmediatamente, pero otros decidieron seguir el nuevo y desconocido túnel. Varios meses después, uno de ellos regresó y manifestó al resto que podían entrar; los gigantes les autorizaban, pero sería para no volver jamás afuera, porque otros ingleses irían al territorio y les dañarían. Varios se negaron a partir, porque el sitio asignado era una de aquellas grandes vacuoides. Otros aceptaron irse y no regresaron jamás.
Unos años después, empezaron a llegar garimpeiros, a enturbiar los ríos con zarandas, resumidoras y mercurio, y a enturbiar los cerebros de los macuxíes que se quedaron “afuera”, con caña, caipiriña y macoña (droga). También les enturbiaban las espaldas con látigos y la casta, violando a sus mujeres. En junio o julio de 1946 hubo un enorme derrumbe en el túnel, cayendo casi toda la escalera. Hoy solo quedan varios escalones del inicio, y un enorme precipicio inescalable, donde el viento sopla con ritmos distintos.
Varios viejos macuxíes que escaparon al látigo inglés, y aún viven contando su edad por lunas, no se resignan completamente a olvidar el Paraíso Perdido. Jamás mejor expresado, pues ellos lo conocieron… y lo perdieron.
Más historias
El London Times publicó un caso de abducción extraterrestre en 1873.
Explorando las leyendas de las puertas al Inframundo a lo largo de diversas culturas
Descubierto el Cráneo de Buda en el interior de un Tesoro Perdido ?