Dios bendice a los hombres buenos, el diablo maldice a los hombres malos. La maldición es un fluido satánico que persigue a todas las gentes por igual: les provoca apenas y tambien la muerte.
Este mito nos habla de una terrible maldición que los siglos no pudieron borrar, ¿quién de nosotros ha sido condenado? Esta insólita y tremenda leyenda, tuvo su origen precisamente un día 13, día de San Hipólito, del mes de agosto de 1521 cuando cayó Tenochtitlán. Los soldados del vencedor Hernán Cortés corrían entre los muertos y la sangre que empapaba las calles, llevando en sus brazos todo el oro que podían; no fueron pocas las escenas bochornosas de soldados españoles peleando entre sí, por la posesión del oro azteca, en las cuales intervenía el capitán, y los soldados echando maldiciones, tienen que obedecer y llevar el oro incluso el sitio en donde lo concentra Hernán Cortés. Con él se encuentra la Malinche, y le pide que lo acompañe al santuario; ambos ascendían las escalinatas sangrientas cuando a la doncella le asalto un presentimiento terrible, su acompañante la ignoró.
Mudos de espanto y sobrecogimiento quedan Hernán Cortés y la Malinche, al hallarse de repente en el altar de una deidad monstruosa: ¡Coatlicue!, deidad de la fertilidad y de la muerte. La Malinche señala al conquistador un receptáculo al pie de la deidad, en donde destellan cinco maravillosas esmeraldas, los ojos del conquistador sienten una insolita atracción hacia las piedras y de sus garganta sale una sola exclamación: ¡qué belleza!, sus codiciosas manos se extendieron hacia las gemas; la Malinche le advirtió que las joyas estaban malditas y su sencillo contacto era peligroso, pero Cortés ignoró sus palabras.
Desde que tuvo en sus manos aquellas esmeraldas, el español sintió que un influjo enigmatico, poderoso, corría por todo su cuerpo, se regocijaba al contacto de las piedras; cuando sintió la presencia de un raro y al volver el cara, reveló una figura imponente, era un sacerdote que al ver que poseía las joyas, le advirtió que mientras las tuviera en su poder la buena suerte le acompañaría, pero si las perdía caería sobre él la más grande de las desdichas.
Pasó el tiempo, la colonia española se estableció, levantándose sobre los remanentes de la ciudad lacustre, todo le sonreía a Hernán Cortés que recibía triunfos y favores; mandó montar en oro la esmeralda. Poco después se vio el conquistador obligado a marchar a España, para poner en claro ciertas cosas.
Cuando llego desembarcó en la Rápida, adonde su llegada congregó a mercaderes y curiosos, entre ellos, los mercaderes genoveses que al ver la joya en la armadura, se le acercaron interesados para conocer en dónde la había adquirido, después le hicieron varias ofertas muy tentadoras para que las vendiera, pero por obvias razones no lo hizo. Fue tanta la fama de aquellas esmeraldas, que en toda España no se hablaba de otra cosa, la noticia traspuso los muros palaciegos y llegó a oídos de la emperatriz Isabel, esposa del soberano de España Carlos V, quien quería tener en su poder aquellas joyas.
A regañadientes, pues Cortés no poseía carácter de cortesano, accedió a permutar por dinero y concesiones en la Nueva España aquellas esmeraldas; por lo tanto, no supo decir jamás si dormido despierto, vio ante él a la monstruosa Coatlicue y al sacerdote azteca, y sintió que la deidad colosal e impresionante se le caía encima. Atraída por los gritos, llega ante él una de las sirvientas para conocer qué le ocurría, a quien le manifestó que solamente había sido una pesadilla.
Al día siguiente, cuando el conquistador fue a ver al soberano, había cambiado de opinión y se negó rotundamente a entregarle las joyas, explicándole que algo invencible lo obligaba a permanecer al lado a las piedras. Deseoso de resarcirse de sus pérdidas, Cortés va en busca de su esposa Juana, a quien le exige la entrega de las gemas, después de luchar contra su marido, Juana logra zafarse de sus manos y sale aterrorizadas y el patio, gritando; furioso la alcanza y la toma por el cabello, intercambiando golpes e insultos, ante la mirada de los capitanes que se abstienen de intervenir. Vencida al fin la doncella, le grita mientras le arroja una llave en donde guardaba las esmeraldas, y apenas acabo de hacerlo se hizo presente la maldición, puesto que se estaba separando de ellas por propia voluntad: el conquistador le propina un golpe que la hace caer en el interior de un pozo.Y dicen las crónicas orales que recogió la colonia, que Cortés nada hizo por sacar de allí a su esposa, y así ella se transformó en la primera víctima del maleficio verde que despedían las esmeraldas malditas.
Transcurre el tiempo, y el conquistador es enviado a esa malhadada expedición a Argel, por lo tanto uno de sus soldados repara en la joya, a quien le explicara que son un amuleto. Y Cortés tuvo suerte, mientras llevó las gemas encima, quedó comprobado durante aquella tormenta que sorprendió a la escuadra española; en la vía «Esperanza» en que viajaba, se hizo pedazos contra unos riscos. El conquistador envolvió las esmeraldas en un pañuelo, inclusive la de su armadura y se lanzó al agua; de todos cuantos iban a bordo, fue el singular en salvarse, pero al llegar a la playa y tocarse el costado en donde llevaba el pañuelo, palideció de angustia al darse cuenta que había perdido las gemas.
desde aquel momento, tal y como se lo manifestó el sacerdote ante la deidad Coatlicue, la desgracia y el infortunio persiguieron a Cortés ya que fracasó además en su expedición a California, en cuya preparación gastó 300.000 escudos, quedándose sin nada. Destrozados por las largas caminatas, hambrientos y enfermos, los soldados sólo hallaban un poco de reposo durante el sueño, menos el conquistador que noche a noche era perseguido por aquella visión, que jamás supo si era sueño o realidad.
La desgracia seguía cebándose sobre él, ya viejo el pobre. Al igual que le era increible rescatar las esmeraldas, además le era trasponer las puertas de palacio, había vuelto a España tratando inútilmente de ser recibido por el soberano. Meses y meses pasaron sin que Cortés pudiese entregarle al soberano su memorial; en esa espera lo sorprendían las noches y la lluvia.
Al fin un día, la carroza del soberano de España sale de palacio y el conquistador decide interceptarla, pero del monarca no recibió más que el desprecio. Y así, enfermo, abandonado y viejo, Hernán Cortés murió el 2 diciembre de 1547, en la villa de Castilleja de la Cuesta, en Sevilla, España.
¿Qué había sido pues de las esmeraldas malditas encontradas por Cortés a los pies de Coatlicue? Cuenta la leyenda que en el siglo XVII, unos pescadores las hallaron en una playa del mar Mediterráneo. Si eran, las esmeraldas malditas cuya posesión y contacto, traían triunfos y fortuna, así lo había mencionado al conquistador el sacerdote azteca, y así se cumplía la profecía. Y al pescador, las joyas le prodigaron ambas cosas poco tiempo más tarde, dándole éxito en el negocio pesquero mientras las tuvo en su poder, pero cuando se le ocurrió d
arlas en venta a un anticuario, y tres días más tarde localizó la muerte.
Ese mismo anticuario partió a Sevilla con el fin de vender las esmeraldas, sin conocer que tras él llevaba la terrible maldición. Al día siguiente de su arribo, celebró un trato con el anticuario francés Pierre Leclerc, y casi al salir del negocio, el vendedor localizó una muerte incomprensible. En cambio Pierre, empezó a tener una clientela que jamás sueño y al ganar dinero en negocios inmediatos; entre los clientes se localizó al matrimonio García de Gálvez, quienes compraron las joyas por una muy buena suma.
Al día siguiente los esposos modernos poseedores de las gemas, embarcaron hacia la Nueva España, y al mismo tiempo allá en la tienda, la justicia hallaba muerto al anticuario. Fue al igual que llegaron de nuevo a su lugar de origen, aquellas cinco esmeraldas que protegían una maldición.
Como todos en este siglo, trataban de ostentar riquezas e influencias ante la corte virreinal de la colonia. Las joyas se mandaron mutilar y montar en un collar, para que doña Juana García de Gálvez lo luciera en uno de los bailes de la corte. La maldición que al separarse de las esmeraldas, caería la desdicha y el infortunio, ¿pero qué sucedió al destrozarlas? Una noche doña Juana tuvo un raro sueño que la despertó, pero sin darle mucha importancia se volvió a dormir.
Al día siguiente, en su recorrido los esposos se detienen ante una excavación, en donde al fondo del agujero estaba la colosal imagen de la Coatlicue; la deidad se había padecido la noche anterior en el sueño de Juana, para advertirle que jamás se deshiciera de las joyas, sino ambos morirían. Al no poder mover la deidad, decidieron cubrirla nuevamente con tierra.
Y doña Juana lució durante años, su collar de esmeraldas en fiestas palaciegas, y cuentan las viejas crónicas que es su esposo gustaba ir de noche en noche, a admirar las misteriosas gemas restantes.
Han transcurrido los siglos y esas esmeraldas parece que se han perdido definitivamente, y con ellas la maldición; pero ésta sigue persiguiendo a don Hernán Cortés, a pesar del correr de los siglos. Quizás si las gemas volvieran a los remanentes del conquistador, donde quiera que se encuentren, la paz concluyente, batalla que no ha ganado Cortés incluso, sería factible.
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