La teoría de la evolución acabó de distanciar a la ciencia de la religión, haciendo del cuerpo de conocimiento colectivo un ente enteramente secular y materialista al menos en lo que se refiere a la academia y a la ciencia convencional. En un principio, en la superficie, la evolución parece anular los viejos mitos de creación y cosmogénesis y colocar al mundo en una marcha ciega donde la vida y el hombre mismo son productos azarosos de la progresión y complejificación de la materia. Sin embargo, aunque podemos observar la sucesión de diferentes estadios de la evolución –el paso de especie en especie– no hemos logrado entender del todo la primera ignición de la vida o el salto evolutivo que significa la conciencia del ser humano.
Este encumbramiento de la materia en el asiento de conductor –y como único tripulante– del carro evolutivo del universo parecería orillar a la religión a una animadversión, en diametral oposición al saber dominante: suya la trinchera de la metafísica y el espíritu. Resulta sorprendente, en contra de esta aparente dicotomía, la obra del sacerdote jesuíta y paleontólogo Pierre Teilhard de Chardin (1881-1955). Por una parte la inclinación de Teilhard de Chardin a abrazar la teoría de la evolución –si bien dentro de una visión mística y escatológica–, algo que en su momento fue inédito dentro del catolicismo; por otra parte su intensa pasión por la materia –redimida como la madre de la vida y la energía cósmica–, tan condenada por prominentes miembros de la Iglesia, quienes históricamente vieron en la materia (y en lo femenino y receptivo) solamente la carne de la tentación, de los impulsos más bajos, vehículo inferior y corruptible del alma. De la obra de Teilhard de Chardin podemos empezar a dilucidar una síntesis de la ciencia y la religión, de la materia y el espíritu, convergiendo en el vector de la evolución.
En su libro El Corazón de la Materia, Teilhard de Chardin hace un recuento de su propia evolución místico-filosófica. El padre Teilhard cuenta: “No tenía ciertamente más de seis o siete años, cuando comencé a sentirme atraído por la Materia, o más precisamente, por algo que ‘brillaba’ en el corazón de la Materia”. Ese brillo enigmático para Teilhard de Chardin se manifestó primero en los metales, en la solidez del hierro y la transparencia del cuarzo y otros minerales. Estos metales que llevan consigo su evolución –desde el horno de las estrellas hasta los mantos terrestres– se vuelven “esencia concentrada”, ”un sentido de plentitud” y “consistencia”, la condensación del polvo universal, una piedra que era un microcosmos del planeta, un bloque de hierro que insinúa al filósofo siempre el oro futuro. Iniciaba una seducción geológica que en su solidez contenía oculta –por revelarse– la conciencia espiritual. La piedra, la carne, la materia llameaba con un destino preclaro: convertirse toda ella en una esfera de inteligencia: la noósfera (su teoría culminante y por la cual el padre Teilhard se ha vuelto favorito de personajes como Kevin Kelly de Wired y otros promotores del Internet y el transhumanismo).
En esta noción de encontrar un cierto resplandor, un llamado, una voz esencial que se manifiesta en la materia misma, se teje una madeja de analogías con otro de los grandes promotores o continuadores de la idea de la noósfera –o una capa pensante planetaria que emerge de la evolución de la conciencia colectiva y que tiene en el Internet una especie de primera articulación metafórica. Terence Mckenna, sacerdote de las drogas psicodélicas y de la inteligencia vegetal del planeta, del Logos de Gaia, describe de manera similar el llamado místico de su vocación:
Lo que caracterizó mi vida fue que siempre he tenido una obsesión extraordinaria por un cierto tipo de iridiscencia, una cierta cualidad que parece hechizar la materia, o las personas o la pintura. Mi primera obsesión fueron los minerales. De los minerales fui a las mariposas, y de las mariposas a la ciencia ficción, la cual definitivamente considero una droga psicodélica porque empodera la imaginación.
Para Mckenna fue una iridiscencia en las cosas lo que lo llevó a una vida entera en busca de la luz psicodélica (lo que manifiesta o revela la psique); para Teilhard de Chardin fue un brillo, primero encontrado en los metales, lo que lo llevó a buscar incansablemente la huella del espíritu en la materia. Esto es a lo que se refiere con el “corazón de la materia”, una chispa viviente en el seno femenino. La temprana intuición de Mckenna y Teilhard parecen sugerir que es lo propio del espíritu revelarse a través de la materia. También tenemos el paralelo de los minerales y los metales –que Deleuze llama “la conciencia de la Tierra” (Jacob Böhme tuvo su despertar espiritual a través de una teofanía detonada por el reflejo de la luz en una hoja de latón). Para Teilhard fue la geología la que abrió el camino, como una piedra partida por la luz, hacia su madurez mística:
Fue por haber estado inmerso en ella -por haber estado impregnado de ella durante meses y meses- precisamente allí donde estaba más cargada y era más densa, por lo que dejé decididamente de percibir ruptura alguna (y hasta diferencia alguna) entre lo “físico” y lo “moral”, entre lo “natural” y lo “artificial”; el “Millón de hombres”, con su temperatura psíquica y su energía interna, adquirieron para mí una magnitud tan evolutivamente real -y, por tanto, tan biológica- como una gigantesca molécula de proteína.
La Tierra una gigantesca molécula o un miríada de “granos de pensamiento” que se enrollan sobre sí mismos, convergen y alzan su temperatura psíquica hasta formar un “sólo muy amplio Grano sideral”. La evolución de la idea fundamental de que la materia no era solamente una masa inerte concluye en un principio de unidad no-dual: “he necesitado más de sesenta años de esfuerzo apasionado para descubrir (lo) que no eran sino enfoques o aproximaciones sucesivas a una misma realidad de fondo”, puesto que “La Materia [es] matriz del Espíritu. El Espíritu estado superior de la Materia”. No hay dualidad real, duradera, ya que la materia ya es espíritu potencial, de la misma forma que una bellota contiene un roble. Podemos decir, entonces, que la bellota es un roble y que la materia es espíritu. Es sólo el intervalo temporal, quizás una ilusión de la percepción, la que diferencia a la materia del espíritu, a la bellota del roble, al niño del hombre. También en El Corazón de la Materia:
Entre tanto, mi situación interior era la siguiente. Al saltar directamente del viejo dualismo estático, que me paralizaba, para emerger a un Universo en estado no sólo de evolución, sino de evolución dirigida (es decir, de Génesis), me veía llevado a operar un verdadero cambio radical de dirección en mi búsqueda fundamental de la Consistencia o La Energía Humana y dice así: “No hay en el Mundo ni Espíritu ni Materia: la “Trama del Universo” es el Espíritu-Materia. Ninguna sustancia, aparte de ésta, podría producir la molécula humana.
Aquí se resume la aportación más significativa de Teilhard de Chardin que, sino enteramente novedosa, es uno de los más logrados esfuerzos para conciliar el aparente conflicto entre materia y espíritu (y ese viejo dualismo cartesiano). Es la evolución la que toma el papel de esta fuerza conciliadora –un arco de sentido y redención– entre la dualidad de materia y espíritu. Una no es más que la otra en un proceso de transformación inevitable. La evolución es, entendemos ahora, sinónimo de alquimia. Todas las cosas tienden al espíritu, de la misma forma que la fruta es la semilla. “El universo en gravitación se encaminaba hacia el Espíritu como su forma estable en perspectiva”… “La materia, prolongada, y penetrada hasta el fondo, siguiendo su verdadero sentido… se metamorfoseaba irresistiblemente en Psique”. Vivimos, sugiere Teilhard de Chardin (y en esto coincide notablemente con el alquimista francés Schwaller de Lubicz, quien utiliza “conciencia” en vez de “espíritu” en su visión evolutiva) en un universo no sólo en estado evolutivo sino de génesis perpetua hacia la perpetuidad, de creación hacia el Creador (o hacia la fuente irreversible). En términos de Teilhard de Chardin, al final la evolución, siguiendo el llamado magnético del Punto Omega, hará de todas las cosas un pleroma crístico, la total espiritualización del universo, la comunión absoluta con lo divino. Esto ocurre por medio del amor, que es, por así decirlo, lo que hace que las cosas se transformen en espíritu.
Hasta aquí la visión mística de Teilhard de Chardin, quien vio en el centro más profundo de la materia un brillo, que era el sello del espíritu, de la unidad que trasciende a la materia y a la vez es inmanencia (promesa divina, semilla, reflejo del verbro creador). Más allá de la importancia de discutir algunos puntos nodales –cómo la ontología de ese “brillo” o la siempre elusiva definición de lo que es el espíritu– me parece importante, en primera instancia, contemplar con apertura racional e igualmente intuitiva lo que nos plantea Teilhard de Chardin, quien en el fervor de su prosa fulgurante (cristal lustrado por la fe) nos hace inclinarnos amablemente a su teoría de la evolución espiritual de la materia. Y es que hay algo, en el corazón de nuestra materia, que nos hace siempre desear (y necesitar incluso) más unidad, plus étre. Oficiando una boda, el sacerdote jesuita dijo en su alocución a una pareja de novios: “¿Qué intentamos con nuestros mejores actos sino hacer reinar un poco más de unidad?”
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