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La tradición judía relata que en el lugar donde falleció el Salvador estaba enterrado el cráneo del primer hombre y pecador del mundo.
En el diccionario la palabra “Calvario” tiene varias acepciones: “el monte cerca de Jerusalén donde se ejecutaba a los presos condenados y donde murió crucificado Jesús de Nazaret”; “el camino señalado con catorce cruces o con representaciones de los pasos de la Pasión de Jesús”; “el lugar elevado donde se ha plantado una cruz”; o, bien, una “serie o sucesión de adversidades y padecimientos”.
Según relatan los Santos Evangelios, tras ser condenado a muerte por el populacho judío a instancias del Sanedrín y Poncio Pilato, Jesús, “cargando con su cruz, salió hacia el lugar llamado Calvario, que en hebreo se llama Gólgota” (Juan 19, 17; cfr. Mateo 27, 33; Lucas 23, 33; Marcos 15, 22).
De acuerdo a investigadores modernos, el nombre “Gólgota” o “Lugar de la Calavera” proviene al parecer de la forma de una de las grandes rocas del lugar, que tenía forma de cráneo en uno de los lados de la colina, mientras que otros aluden a la cantidad de cráneos dispersos en el lugar debido a que en las inmediaciones se encontraban algunas tumbas y osarios.
Ahora bien, según la tradición judía, éste no sólo sería el lugar donde Jesucristo exhaló su último aliento antes de morir en la cruz, sino que allí se habría enterrado nada menos que la calavera de Adán, el primer hombre creado por Dios a su imagen y semejanza tras la creación del mundo, tras soplar el hálito divino sobre el polvo (“Te ganarás el pan con el sudor de tu frente, hasta que vuelvas a la misma tierra de la cual fuiste formado, pues tierra eres y en tierra te convertirás”, Gen. 3:19).
Según esa misma tradición, muchos siglos después de la muerte física de Adán, Noé le habría confiado el cráneo de Adán a su hijo Sem, lo que implicaría que antes Noé habría subido la calavera del Primer Hombre en el arca. Más tarde el cráneo habría pasado a Melquisedec, sacerdote israeleita y “rey de Salem”, cuyo nombre significa “rey de la rectitud” o “rey de paz, sin padre, ni madre, ni genealogía, sin comienzo de días, ni fin de vida, asemejado al Hijo de Dios, que permanece sacerdote para siempre” (Hebreos 7, 2-3).
De acuerdo a la leyenda, habría sido Melquisedec quien habría colocado los huesos de Adán en el monte que después se llamaría Gólgota, ubicado en las inmediaciones de la ciudad de Salem, que después se llamó Jebús y, más tarde, fue nombrada como Jerusalén.
Esta leyenda de la tradición judía pasaría posteriormente al Cristianismo. Es por ello que tantas pinturas que se harían en la Edad Media a contar del siglo IX del momento de la crucifixión de Jesucristo muestran, al pie de la cruz, una calavera y, a veces, otros huesos más.
La beata alemana Ana Catalina Emmerick, famosa por sus visiones místicas de diversas etapas de la vida de Jesús, a principios del siglo XIX relataría la siguiente visión: “A gran profundidad, debajo de la peña que forma el Calvario, vi el sepulcro de Adán y de Eva…pero los huesos de Adán y Eva no estaban todos en este sepulcro. Noé tenía unos en el arca, y pasaron a Abraham, a Jacob y a José”.
La beata agrega en sus visiones que “sobre el monte Calvario tuve una vez la visión de cómo un profeta, compañero de Elías [es decir, Eliseo], se metió en unas cuevas que entonces había debajo de ese monte (…). Allí tomó un sarcófago de piedra que contenía huesos de la calavera de Adán. Aparecióle entonces un ángel, que le dijo: ‘Ésta es la calavera de Adán’. Y le prohibió sacar esos huesos de allí. (…) He sabido que por la narración de este profeta se dio a ese lugar el nombre de Gólgota. Justamente sobre el lugar de la calavera vino a dar la Cruz de Jesucristo. La Cruz de Jesús estaba puesta verticalmente sobre el cráneo de Adán”.
Emmerick agrega que “la sagrada Cruz estaba como otro árbol de vida en el Paraíso, y de las llagas de Jesús corrían sobre la tierra cuatro arroyos sagrados para fertilizarla y hacer de ella el nuevo Paraíso del nuevo Adán. Y cuando murió Jesús el temblor de tierra abrió la roca del Calvario”.
Según relata uno de los Evangelios Apócrifos, la propia sangre de Cristo, debido al movimiento telúrico y la grieta que se había abierto en la roca, corrió hasta alcanzar la calavera de Adán, el primer pecador, que, debido a su acción benéfica, quedó así bautizado retroactivamente (“Mediante su sangre, tenemos la redención, el perdón de los pecados”, Ef. 1,7).
Para los creyentes y estudiosos de la tradición judeocristiana el hecho de que la Cruz de Jesucristo haya sido puesta en el Monte Gólgota sobre el mismo sitio donde yacía sepultado el cráneo de Adán tiene un evidente simbolismo, por cuanto el Nazareno, una especie de nuevo Adán, redimió con su sufrimiento y su muerte a toda la humanidad en el preciso lugar donde estaban enterrados los restos del primer Adán, aquel hombre por el cual entró el pecado y la muerte en el mundo, lo cual por cierto es algo asombrosamente perfecto, tal como Dios suele materializar todos sus designios.

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