Del enorme catálogo de ciudades perdidas que existen, sólo un pequeño porcentaje de ellas ha sido encontradas. Sucede que, en su gran mayoría, aquellas que se han buscado por décadas, jamás tuvieron una realidad concreta.
Como en el caso de los monstruos de las leyendas, estas elusivas urbes se niegan a revelar fácilmente sus secretos, razón por la cual son difíciles de olvidar y fáciles de convertirse en obsesión. Paradójicamente, los lugares que nunca existieron han sido los depositarios de una inversión de capital y de sacrificio humano enorme. Pero el mito rara vez desaparece y los descubrimientos que se realizan no hacen otra cosa que transformarlos y aumentarlos. “Si una ciudad que se creía perdida para siempre ha sido hallada, ¿por qué no puede suceder lo mismo con otra”. Este sencillo argumento ha sido encontrado en boca de grandes exploradores que, con mayor o menor fortuna, se lanzaron en la búsqueda.
En 1839, un joven abogado norteamericano llamado John L. Stephens, llegó a Honduras con los manuscritos de un coronel llamado Garlindo en la mano. El militar hacía mención de extraños monumentos perdidos en la selva de Yucatán y América Central y refería que en un documento del año 1700, se hablaba de antiguas edificaciones a orillas del río Copán, en Honduras. Stephens se entusiasmó con la idea y, junto al magnífico dibujante Frederic Catherwood, decidió partir para descubrir el misterio.
Tras innumerables contratiempos, el abogado contrató algunos guías nativos y se internó en la selva tropical. Después de largos días de caminatas, martirizados por los insectos, la humedad y las lianas, los exploradores alcanzaron una pequeña aldea india a orillas del tan buscado río. Nadie conocía nada sobre las ruinas que referían los documentos que habían leído los “gringos”. Desalentados, decidieron hacer una visita final por los alrededores y como en las novelas, en el último momento, después de despejar una cortina de ramas, Catherwood se topó con una estela de tres metros de alto, cuadrangular y completamente esculpida en sus cuatro caras. Era una muestra de arte completamente desconocida en las Américas.
Dibujo de Frederic Catherwood
Entusiasmados con el hallazgo, siguieron explorando y sacaron a la luz otras trece estelas, más tarde escaleras, pirámides y palacios. Una nueva civilización acababa de salir del olvido: la Maya. Stephens y Catherwood registraron y dibujaron todo lo que pudieron, y cuando la oportunidad se presentó (bajo la figura de un indio llamado José María, que poseía un arrugado título de propiedad sobre los terrenos), compraron las tierras, con ruinas incluidas, al “exorbitante” precio de cincuenta dólares. Ya de regreso a los Estados Unidos, Stephens escribió y publicó el relato de su viaje, enriquecido con los dibujos de su compañero, logrando un éxito enorme.
Otro afortunado explorador de fines del siglo pasado fue el arqueólogo americano Edward Herbert Thompson, quien en las soledades de la retorcida selva al norte de Yucatán, descubrió junto a su guía indio, las monumentales ruinas de la ciudad más famosa del nuevo Imperio Maya: Chichén Itzá. Al igual que Stephens, Thompson había sido conducido por una crónica; la del primer obispo de Yucatán Diego de Landa, quien en 1566 escribiera su relación de las cosas de Yucatán.
Desde el mítico El Dorado (nombrado y perseguido por los conquistadores españoles del siglo XVI) a la legendaria ciudad perdida de Zinj, que la tradición ubica en las selvas tropicales de África Central (y que el novelista Michael Crichton rescatara del olvido para colocarla como centro de su novela Congo), las ciudades perdidas han venido enriqueciendo la literatura y la exploración, existe un inventario de ciudades encontradas por exploradores como Gene Savoy, Johan Rehinhard, Peter Frost o Nicholas Asheshov.
Para información de nuestros seguidores, de todas las ciudades perdidas o restos arqueológicos hallados en el mundo, se puede afirmar que más del 80 % de estas han sido halladas por aventureros, exploradores, investigadores y otros, sin que los llamados a hacer este tipo de labor (los arqueólogos) hayan participado en tal honrosa aventura.
Así el explorador Schliemann descubrió Troya, la mítica ciudad de Homero descrita en la Ilíada, que hasta esa fecha era considerada una genial y poética leyenda. Gracias a la intuición de Claudios Rich, se realiza el descubrimiento de Babilonia, cuyo único precedente de su existencia se encuentra solo en cortísimos relatos bíblicos; y qué decir de la tumbas de Tutankamon, Petra, la ciudad de piedra; el propio Machu Picchu, Espíritu Pampa -Vilcabamba la vieja, Choquequirao, etc… todas ellas fueron descubiertas por personajes que no mostraron mayor oficio que el de aventurero.
Al leer sobre estos descubrimientos extraemos lecciones que nos muestran como las antiguas leyendas han perdido tal condición, transformándose en ciudades reales. Inscripciones esotéricas (adjudicadas indistintamente a fenicios, hebreos, romanos, egipcios o vikingos) han venido siendo encontradas en América por un sin fin de exploradores desde hace tiempo. Nunca ninguno pudo certificar la autenticidad de esas escrituras ni entregar, a un cuerpo de técnicos especialistas, un ejemplar material de ellas. Sólo comentarios, rumores, pruebas perdidas en accidentes, pero jamás un dato seguro, una datación comprobable o un sitio específico en donde encontrarlas. Siempre un imaginario desaforado que devora cualquier resto de sentido común y cientos de investigaciones, responsables y serias.
En 1850 un francés llamado Angrand, confesó abiertamente mientras abría zanjas en un lugar identificado más tarde como Choquequisau, que lo que le había atraído eran los rumores sobre “el inmenso tesoro enterrado entre las ruinas cuando los supervivientes de la raza del Sol se retiraron a su refugio impenetrable”. Como era de esperar, este aventurero francés no encontró absolutamente nada.
Teilhard , jesuita teólogo y paleontólogo. En la década de los años veinte del siglo pasado viajó al Asia Central uniéndose a la expedición Haardt-Citroen en la búsqueda de la misteriosa ciudad perdida de Agartha. Lo más probable es que también buscase los restos ocultos de la secta de los esenios, basándose en la teoría de que este grupo se replegó hacia una región oculta de Asia después de que Jerusalén cayera en manos de los romanos. Aunque dejó un importante obra escrita, mucha fue publicada después de su muerte y una importante cantidad de manuscritos podrían permanecer en los archivos secretos de los jesuitas en Ravena…
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